José Gregorio García, de 76 años, y María Antonia, de 51, viven en un Renault modelo 75 junto con sus seis perros
José, un hombre humilde de 76 años, trabajaba en un taller de reparación de radiadores y exhostos en Funza. Sus hijas estudiaban en un colegio de Mosquera y al acabar su jornada diaria salían rumbo a su apartamento en arriendo en el barrio Aguas Claras, en la localidad de San Cristóbal.
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La pandemia de covid-19 causó que la familia pasara por una difícil crisis económica. “Sin poder abrir nuestro negocio, quedamos en la ruina. Cuatro meses de cierre fueron fatales, quebramos. Tuve que venderlo todo para pagar lo que debía de arriendo del local y de la casa”.
La única solución que vieron para solucionar su crisis económica fue irse a cuidar una finca en El Espinal, Tolima, esperando que cuando pasara la crisis sanitaria pudieran volver a la ciudad. Allá criaron gallinas y cerdos, pero la dueña nunca les dijo que el predio estaba bordeado por una quebrada que en épocas de lluvia se desbordaba.
Trabajando allí, el mal clima les arrebató todas sus pertenencias, dejándolos sin absolutamente nada. Luego de esto les dieron albergue en una bodega de la región. “Duramos tres meses, pero el dueño ya necesitaba que le comenzáramos a pagar algo y, pues, nosotros de dónde.
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Por no tener con que pagar los dueños nos cortaron la luz y nos tocó salir de ahí prácticamente a pedir limosna. La alcaldía de este municipio nos dijo que no tenía presupuesto para ayudas”. Lo único que les quedaba era su viejo Renault y viajar a Bogotá. “Salimos casi sin nada de gasolina y en el camino pedir para pagar peajes”.
Sin encontrar ningún tipo de ayuda, la pareja optó por devolverse a Bogotá “Sin nada más que hacer, nos devolvimos para Bogotá, pero la situación no está nada fácil”.
Debido a la falta de oportunidades, la pareja ya completa cinco meses durmiendo dentro de su Renault modelo 75.
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José Gregorio García y María Antonia ya no pueden más del dolor de espalda y riñones, a veces se les hinchan las piernas, pero tampoco se atreven a sacar a sus animalitos. “Yo intenté dar uno en adopción, pero les daba pena moral y no comían ni dormían, entonces me tocaba volverlos a rescatar. No los voy a dejar en una fundación en donde no me los dejen ver. Nosotros somos muy animalistas”.
La única familia con la que cuentan son sus hijas, están cansadas de vivir con tantas personas porque saben que incomodan. “Son unas niñas, no está bien que no tengan su espacio, que duerman en un colchón en el piso”.
La única opción que les queda es trabajar con el reciclaje, pero la competencia es tan dura que en ocasiones no les queda nada. “Integración Social nos ha dado algunos mercados, pero todo se acaba. El día a día es duro. A veces solo desayunamos, a veces nos toca compartir almuerzo, un caldo de huevo de 3.000 o una fritanguita barata, y dormirnos con el estómago vacío”.
